Cómo frenar la crisis climática a través de la dieta
El sector alimentario genera el 26% de los gases de efecto invernadero en el mundo
Qué comemos y de dónde proviene lo que comemos determina el futuro del planeta. La industria alimentaria mundial es responsable del 26% de las emisiones de gases de efecto invernadero y más de un tercio de ese porcentaje corresponde a lo generado por el desperdicio de comida –así lo constata la revista Science–. La alimentación impacta sobre la crisis climática y la urgencia de revertir la situación es innegable.
Un grupo de científicos liderado por investigadores de la Universidad de Illinois publicó en la revista Nature Food un estudió que detalla la procedencia de los gases de efecto invernadero que la industria genera. El 57% corresponde a la producción de alimentos de origen animal; el 29%, a la de origen vegetal; y el 14%, a aprovechamientos como el algodón.
La carne de vacuno, seguida de la leche de vaca y la carne de cerdo, son los alimentos de origen animal con un impacto más negativo. Sus homólogos de origen vegetal son el arroz, el trigo y la caña de azúcar. El sector ganadero es el más contaminante. Sin embargo, el agrícola depende en exceso de pesticidas y fertilizantes. Y más allá de contribuir al cambio climático, tanto estos químicos como los antibióticos o las hormonas usadas con frecuencia en la ganadería también contaminan los alimentos. De hecho, esta misma semana se han interceptado en Alicante veinte toneladas de naranjas procedentes de Egipto contaminadas con clorpirifos, un plaguicida prohibido en la Unión Europea. Además, el estudio «Diagnosis del sistema alimentario», enmarcado en el Plan Clima que impulsó en 2017 la ciudad de Barcelona, demuestra que la producción de comida también genera emisiones de amoníaco, que afecta a la calidad del aire, y lixiviatos de nitrógeno, que afectan a la calidad del agua dulce.
Los grandes cultivos y ganados suelen tener entre sus objetivos principales aumentar la producción y el rendimiento, por lo que habitualmente se dan malas praxis y los ciclos naturales, así como la gestión sostenible, caen en el olvido. En contraposición, los pequeños agricultores y ganaderos son más propensos a usar técnicas que respetan al medio ambiente, pero el principal problema con el que topan es que no pueden competir con quienes ya dominan la industria. De hecho, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), las emisiones de CO₂ por hectárea producidas en campos de agricultura convencionales son hasta un 66% mayores debido al uso de plaguicidas y a la sobreexplotación del terreno.
Un giro en el modelo alimentario
La adopción de una dieta con más productos ecológicos podría reducir hasta un 60 % las emisiones de efecto invernadero, según lo publicado en la Good Food Cities Declaration. En este contexto y con vistas a impulsar sistemas agroalimentarios más sostenibles, 210 ciudades de todo el mundo firmaron en 2015 el Pacto de Milán, el primer tratado internacional urbano sobre alimentación. Este acuerdo pretende asegurar que la comida saludable sea accesible para todas las personas, reducir el desperdicio alimentario y mitigar los efectos de la crisis climática.
Entre estas ciudades se encuentra Barcelona, que fue Capital Mundial de la Alimentación Sostenible en 2021. La Ciudad Condal desarrolló más de 90 proyectos para el fomento de la alimentación sostenible. Uno de los principales objetivos era conseguir una reconexión de Barcelona con los pequeños productores y tender así puentes entre la ciudad y el campo para concienciar a la población acerca de la importancia de adoptar dietas compuestas por productos locales. Para lograrlo, se tomaron medidas para facilitar la distribución y comercialización de alimentos de proximidad y ecológicos.
La estrategia se basó en 4 pilares: impulsar dietas más saludables y sostenibles, generar más oportunidades económicas para los sectores de proximidad, combatir la emergencia climática y fomentar la resiliencia ante los riesgos globales y las desigualdades sociales. Dentro de este marco estratégico nace la Carta Alimentaria de la Región Metropolitana de Barcelona (CARM) para impulsar iniciativas que favorezcan el cambio de modelo alimentario.
Reducir el impacto a través de dietas «eco friendly»
Comer local, de temporada y bío reduce la huella de carbono. La mayoría de los alimentos incluidos en las dietas recorren muchos kilómetros antes de llegar a cada hogar, ya sea porque su coste se reduce al importarlos o porque son propios de otra estación. Que se importen de Países Bajos toneladas de aguacates, fruta a cuyo cultivo se dedican en España 14.000 hectáreas, según la revista Traveler, tiene un gran impacto tanto económico como ambiental.
Frente a los gigantes de la industria alimentaria, totalmente dependientes de estas importaciones, así como de fertilizantes y pesticidas, cada vez son más las iniciativas que emergen con la máxima de contribuir a la sustentabilidad del sector. Tal y como afirman desde Molsa, ellos sí tienen en cuenta los ciclos naturales y la gestión saludable de los suelos.
Molsa es una cooperativa de tiendas que se autodefine como «despensa de salud» y que se dedica a la venta de alimentos 100% ecológicos y de proximidad. «Trabajamos con payeses y payesas y damos salida a sus productos, porque cuando los alimentos bío están además cultivados en campos cercanos son aún más sostenibles. Reducimos el CO₂ del transporte y fomentamos la economía local», explica la responsable de prensa de la cooperativa, Marta Mariné. Además, también tratan de concienciar sobre la importancia de reducir el uso de plásticos y cuentan con opciones de envase sin plástico.
Macaranda es otra de las iniciativas que creen firmemente que la dieta puede contribuir a salvar el planeta. Carlota Bruna, activista y dietista-nutricionista, fundó Macaranda en 2021, después de promover durante cuatro años el cuidado del mundo a través de su perfil de Instagram, en el que cuenta con 183.000 seguidores. Se trata de un proyecto que envía «cajas de suscripción semanal de fruta y verdura de temporada y ecológicas». Además, por cada caja repartida la empresa planta un árbol en zonas deforestadas de Madagascar –junto a la ONG Eden Reforestation– que compensa las emisiones de CO₂, recoge plásticos a través de The Ocean Cleanup y dona comida a la fundación Banc dels Aliments.
Tal y como detalla la Head of Customer Success de Macaranda, Judith Masramon, la concienciación de las nuevas generaciones es clave. «Es importante que aprendan a llevar una alimentación saludable y respetuosa con los animales y el medioambiente. Por eso cada caja incluye una receta para elaborar con los productos recibidos, así como información nutricional sobre cada uno de ellos», expone Masramon.
Sobreproducción y desperdicio alimentarios
La Agencia de Residuos de Cataluña (ARC) estimó en 2012 que las 262.471 toneladas de alimentos desperdiciados en 2010 en la comunidad autónoma equivalen al 20% de toda su superficie agraria útil. Producir mucho más de lo que se consume y desperdiciar lo sobrante son conductas perpetuadas en el modelo alimentario convencional desde hace años.
La ARC también asegura que, ese mismo año, las emisiones generadas por los alimentos desperdiciados –desde su producción hasta su gestión– superaron las 520.700 toneladas de CO₂, el equivalente a las emisiones de 20.300 automóviles a lo largo de toda su vida útil. La Ley de Prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentarios aprobada en Cataluña en 2020 pretende reducir en un 50% este desaprovechamiento antes de 2030. Esta ley, entre otras medidas, obliga a los restaurantes a facilitar que el cliente se pueda llevar la comida que no se acabe e insta a las empresas a incentivar la venta de productos con caducidad próxima.
Too good to go es una startup cuya misión es, precisamente, luchar contra el desperdicio alimentario. A través de una aplicación, evitan que la comida de restaurantes, bares y tiendas acabe en la basura. Los establecimientos publican su excedente de comida diario como «packs sorpresa» y los clientes los recogen en el mismo local. La app cuenta ya con más de cuatro millones de usuarios y la empresa asegura que ha salvado más de 6 millones y medio de comidas.
Molsa trabaja con Too good to go en una iniciativa llamada Aprofita’m! –que, en castellano, significa «aprovéchame»–. Las cajas que la cooperativa prepara para comercializar a través de la plataforma contienen «frutas y verduras poco atractivas o que madurarán pronto y equivalen a contrarrestar 11 mil kg de CO₂ en la atmósfera».
Por su lado, Macaranda apuesta por una suscripción semanal para evitar los excedentes. Judith Masramon asegura que es más eficaz luchar contra el desperdicio alimentario si se tiene una previsión clara de lo que se va a consumir. Con este método, Macaranda produce «de una forma más responsable evitando que se tire comida».
Sin embargo, el Greenwashing –«green» significa «verde» y «washing», «lavado»– está fr enando la evolución hacia la sostenibilidad alimentaria. Esta práctica consiste en usar el «marketing verde», que se basa en demostrar que la corporación no daña el ecosistema, para presentar productos como respetuosos con el planeta cuando, en realidad, no lo son. «Los lobbies de la industria alimentaria convencional han hecho que las personas tengan ideas erróneas sobre el impacto de lo que comemos [...]. Esto es contraproducente y ralentiza todo el proceso», afirma Marta Mariné.
La necesidad de cambiar el modelo de la industria alimentaria y los hábitos de consumo de las personas es irrefutable. La concienciación de la población es un aspecto clave para ello, pero expertos en la materia como Mariné apelan a la importancia de que las instituciones también trabajen por el cambio. «Somos la última generación que puede salvar el planeta», concluye Carlota Bruna.